
El hotel, perdido en medio de un bosque, era la parte más amarga de mi experiencia en la ciudad-baño. Currar como house-keeping es una putada. Dignos son todos los trabajos, pero hay algunos más fáciles de llevar. Otros son, sencillamente, soportables. Yo tenía que pasar allí dos meses. Sobrevivir con lo que ganara aspirando escaleras, cambiando fundas de almohada y rellenando las neveritas de las habitaciones; y, también, limpiando baños en los que la escobilla no formaba parte del pack de instrumentos indispensables. La parte más amarga, en efecto.
El locutorio era el escenario en el que cada vez que iba presentaba mi Sonrisas y Lágrimas particular. Estos locales son sitios bastante impersonales, fríos, pero en los que, en realidad, se entablan estrechas e inconscientes relaciones por culpa de lo que allí sucede: momentos de tristeza al echar de menos a la gente que no tienes, momentos de alegría al ponerte en contacto con ellos. Momentos amargos y momentos dulces. A pesar de que podría haber calificado a la gente que me miraba de jodidamente cruel, nada más lejos de la realidad. Los solitarios desconocidos nos comprendíamos.
El restaurante italiano, del que no recuerdo el nombre aunque él no se me olvidará nunca, era, sin duda, el momento más dulce. Recuerdo fotográficamente la distribución de las mesas, la ventana en la que siempre nos poníamos, la tarta-bomba de chocolate con la que siempre terminábamos (aunque no la terminábamos). También recuerdo al camarero, que de inglés tenía poco. Algo por lo que dar las gracias.
1 comentario:
Yo recuerdo verte por la cam de aquel locutorio... :)
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